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¿Dónde suele discutir la gente? Hagamos recuento: en la cola del supermercado (algo extensible a otras colas, por supuesto), en las grandes aglomeraciones, en los bares cuando se han tomado unas cuantas copas de más, en el trabajo o en un restaurante, haciendo que el camarero pague los platos rotos. Hay una situación que sirve casi como compendio de muchas de esas otras: viajar en avión, donde es frecuente la conocida como “air rage” o furia aérea.
Al fin y al cabo, se trata de unos largos y tediosos instantes de nuestras vidas en los que nos vemos obligados a compartir un cada vez más minúsculo espacio con unas cuantas decenas de personas mientras aguardamos sentados varias horas a llegar al destino, mientras pagamos cantidades desorbitadas por algo que se parece lejanamente a un sándwich de máquina y, en algunos casos, sufrimos por nuestro miedo a las alturas. Eso sin tener en cuenta que probablemente llevemos ya unas cuantas horas participando en la gymkana del aeropuerto.
Una nueva investigación publicada en el ‘Proceedings of the National Academy of Sciences of the United States of America’ (conocido para los amigos como el ‘Pnas’) intenta arrojar algo de luz sobre el asunto. Es uno de esos estudios que la prensa suele reproducir porque resultan curiosos. En este caso porque, como señalan los autores, el problema no se encuentra solo en el cansancio, el ruido o los malos olores, sino en otro factor que se nos suele pasar por alto: que haya o no primera clase y, además, que tengamos que atravesar por ella cuando nos desplazamos a nuestro asiento.
Saltan chispas
Como lo oyen. Las cada vez más frecuentes peleas en los aviones –hace apenas un par de meses estalló una batalla campal en un vuelo de Spirit Airlines por el volumen de la música– se deben, en un alto grado, a que aún siga habiendo clases. Y no es un factor para nada secundario. Como asegura la investigación, el hecho de que haya primera clase causa tanta indignación como aguantar un vuelo de nueve horas y media. Hasta ahí parece razonable; a nadie le gusta sentirse marginado
Lo más sorprendente llega cuando descubrimos que también resulta clave, para que el efecto sea aún mayor –y las probabilidades de emprender a golpes con la tripulación u otros pasajeros se dispare– que los viajeros de la clase turista pasen por la zona ‘business’ antes de sentarse en sus propios asientos. En dicho caso, se doblaba la posibilidad de sentirse enfadado, muy enfadado. Vale: parece ser que no solo importa que haya gente que viva mejor que nosotros, sino sobre todo, que los veamos sentados en sus butacones bebiendo su champán y comiendo algo que se parece lejanamente a un sándwich del Ritz.
Pero la cosa va aún más allá: no solo los turistas que veían a los acaudalados de la primera clase se sentían más furiosos. También estos viajeros de clase ‘business’ se sentían más furiosos cuando los viajeros ‘low cost’ atravesaban su pasillo, y no porque les resultasen especialmente molestos. Parece ser que, en contra de lo que la lógica podría sugerir –que se sentirían más culpables al ver a esas pobres personas con riñoneras y bañadores circular a su lado–, darse cuenta de sus privilegios les hacía sentirse aún más inclinados a la riña, quizá porque, como sugiere un artículo publicado en ‘The New York Mag‘, “justifican ese privilegio psicológicamente sintiéndose superiores, y como resultado, demandan más de lo que les rodea”. Esto, que parece a simple vista simplemente curioso (“¡cómo son!”) nos dice mucho de la manera en la que está organizada la sociedad moderna y, en concreto, sus espacios.
¿Dónde está todo el mundo?
Si usted es rico, responda mentalmente a la siguiente pregunta: ¿cuánto tiempo hace que no ve a un pobre? Si usted es pobre (vamos, como el 99% de la población), haga la siguiente reflexión: ¿cuánto tiempo hace que no ve a un rico (la tele no cuenta)? Son dos preguntas burdas, pero que nos ayudan a entender que cada vez es más frecuente que las diferentes clases sociales no convivan en un mismo espacio físico quizá porque, como sugiere la investigación, resulta estresante tanto para los menos privilegiados como para aquellos conscientes de que pertenecen a la élite.
Ya no hay reservados en las discotecas desde donde observar al populacho, ni casas lujosas en mitad de un barrio popular, ni una primera clase al lado de los viajeros turistas. Más bien, hay bares para los ricos y para los que no lo son, barrios lujosos y barrios de clase media, aviones privados y líneas low-cost que garantizan que los caminos de ambos no se crucen. Un buen ejemplo es lo que está ocurriendo en ciudades como Londres, tal y como explicamos en un reciente artículo: que la proliferación de mansiones iceberg y complejos sistemas de transporte provocan que, virtualmente, sea casi imposible ver a uno de estos ricos paseando por la calle.
“El acceso privilegiado se está deslizando insidiosamente a lo que una vez fueron experiencias compartidas, y a lo que una vez considerábamos bienes públicos”, escribe en ‘The Guardian‘ Anne Perkins, una de sus más veteranas periodistas. “En Londres, las plazas y los parques que una vez fueron abiertos cada vez más son propiedad privada. Incluso los parques reales del centro de Londres tienen que generar beneficios cercando zonas para llevar a cabo conciertos o ferias en las que tienes que pagar para entrar”. Por una parte, es un proceso de privatización de lo público por el cual se intenta maximizar la rentabilidad de bienes que en un pasado fueron comunes. Pero la investigación recién publicada sugiere un peculiar correlato psicológico: que si estas cosas ocurren es, entre otras razones, por lo turbador que le resulta a los pobres ver a los ricos y a los ricos ver a los pobres. Ojos que no ven, corazón que no se indigna.